Valores
La primera vez que oí hablar de valores tenía poco más de
once años. Estábamos en clase de historia y el profesor nos enseñó los valores
de la República heredados de la revolución de 1789: libertad, igualdad,
fraternidad. El evento fue lo bastante intenso para mí como para poder hablarlo
desde la vivencia sin tener que buscar en mis recuerdos.
¿Qué me pasó? ¿Sentía una nueva puerta que se me abría? En
absoluto. Re-conocía algo familiar, algo a lo que no había nunca puesto
palabras. No sólo estas tres palabras se colocaban de inmediato en mí; también me
sentía reconfortado: el Estado, este ente abstracto, esta “República”,
pertenecía al mundo de los adultos. Así que los adultos me confirmaban que
ellos también tenían lo que en mí funcionaba sin palabras. Era evidente que mis
compañeros de clase, los adultos que me rodeaban, mis grandes amigos refugiados
españoles, mis vecinos… eran hermanos. Yo vivía en una gran familia. No podía
separar en “Bloques” familia, escuela, amigos, ciudad… Unos eran musulmanes, otros judíos, católicos,
ateos, unos pertenecían a familias italianas fascistas, otros tenían padres que colaboraron con los
nazis y algunos profesores, algunas familias, eran socialistas o comunistas…
No podía soportar que un adulto juzgase a uno de ellos y
todavía menos a mis amigos de clase, que manifiestase un rechazo, o una simple
reserva. Se me despertaba una ira, me alteraba y, a veces reaccionaba
verbalmente.
Mi abuela, santa y sabia mujer, me decía que lo que me
pasaba era una ira justa, que yo sabía lo que era injusto, que eso era una “virtud”,
que “virtud” significa una semilla que
conviene abonar para que florezca. Mi abuela era mi pilar. ¿Qué significaba
“injusto”? Un estado alterado, una incomprensión del adulto, una incapacidad de
encontrar las palabras para que se de cuenta que no es así. Una tensión que se
relajaba con el juego o el afecto de una u otro. La “fraternidad” con los
compañeros de clase, los grandes amigos refugiados españoles, los vecinos, un
abrazo, la mano sobre un hombro… eran el bálsamo que lo relajaba todo. Yo tenía
buena salud.
Pero ¿qué les pasaba a los adultos? El profesor de historia
venía de Francia para enseñarnos, como los de muchas otras asignaturas. La mayoría de nosotros éramos
autóctonos en una ciudad africana, colonizada por Francia. Pocos meses antes de
entrar por primera vez en el colegio, a los cinco años, los ingleses y los
americanos habían bombardeado la ciudad para echar a los alemanes que ocupaban
hasta nuestra casa. Los nazis se marcharon y también los otros que, desde sus
tanques, nos habían lanzados chocolates y bombones. Así que, dos años después
de oír hablar de los valores de la república por este profesor, mis amigos
musulmanes, autóctonos dominados, se sublevaron
contra la ocupación francesa. El país
entraba en una nueva guerra, la descolonización y la caída de los viejos
imperios europeos empezaba. Comprendí que esta “libertad “que me era tan natural por ser protegido por unos adultos
que no me ponían ningún obstáculo, mis
amigos musulmanes no la tenían. La fuerza, la valentía que sacaron día tras día,
su rechazo a la dominación, fue para mí
el descubrimiento de la vida política. Nos descubrimos como sujetos políticos.
Los debates empezaron, las ideas chocaron, la sed de argumentación desarrolló
otras semillas: si los adultos no nos consideran como “iguales” ¿qué les está
pasando? ¿Qué son estos valores de los que nos hablaba el profesor de historia
unos años antes y que oímos ahora todos los días en los medios informativos?
¿Cómo el país de la revolución y de los derechos humanos ha podido ocupar,
colonizar, hacer la guerra, mandar parte
de mi familia, francesa residente en Francia, a los campos de exterminio? ¿Qué
había pasado a mis grandes amigos españoles para que tengan que exiliarse?
¿Quién era este gran poeta muerto en un barranco? ¿Por qué los adultos que
gobiernan sitúan estos valores en el “horizonte” y nos piden seguir los “caminos”
que conducen a ellos, cuando nosotros, los adolescentes, los tenemos ya y los
manejamos en el cotidiano?
¿Acaso los adultos no
habían regado sus semillas y necesitaban de un guía que les enseñara con el dedo “el horizonte de los valores”? Los valores enunciados como horizonte, como
camino que seguir, estas palabras vacías, permitían a los que las pronunciaban,
conseguir fácilmente el consenso público porque los hombres no eran conscientes
que lo que vibraba en ellos era el niño, el adolescente que quería seguir
viviendo. Por eso, los adultos votaban para el guía que defendía los valores de la democracia o la
teocracia.
Los valores enunciados son las armas de las civilizaciones,
democráticas o teocráticas. En el nombre de la defensa de los valores, estas civilizaciones han ocupado
territorios, dominado a otros humanos, matado. El niño nos enseña que de los
valores no se habla, se vive.
Blogs de memento