10.10.13

Valores


Valores



La primera vez que oí hablar de valores tenía poco más de once años. Estábamos en clase de historia y el profesor nos enseñó los valores de la República heredados de la revolución de 1789: libertad, igualdad, fraternidad. El evento fue lo bastante intenso para mí como para poder hablarlo desde la vivencia sin tener que buscar en mis recuerdos.
¿Qué me pasó? ¿Sentía una nueva puerta que se me abría? En absoluto. Re-conocía algo familiar, algo a lo que no había nunca puesto palabras. No sólo estas tres palabras se colocaban de inmediato en mí; también me sentía reconfortado: el Estado, este ente abstracto, esta “República”, pertenecía al mundo de los adultos. Así que los adultos me confirmaban que ellos también tenían lo que en mí funcionaba sin palabras. Era evidente que mis compañeros de clase, los adultos que me rodeaban, mis grandes amigos refugiados españoles, mis vecinos… eran hermanos. Yo vivía en una gran familia. No podía separar en “Bloques” familia, escuela, amigos, ciudad…  Unos eran musulmanes, otros judíos, católicos, ateos, unos pertenecían a familias italianas fascistas,  otros tenían padres que colaboraron con los nazis y algunos profesores, algunas familias,  eran socialistas o comunistas…
No podía soportar que un adulto juzgase a uno de ellos y todavía menos a mis amigos de clase, que manifiestase un rechazo, o una simple reserva. Se me despertaba una ira, me alteraba y, a veces reaccionaba verbalmente.
Mi abuela, santa y sabia mujer, me decía que lo que me pasaba era una ira justa, que yo sabía lo que era injusto, que eso era una “virtud”,  que “virtud” significa una semilla que conviene abonar para que florezca. Mi abuela era mi pilar. ¿Qué significaba “injusto”? Un estado alterado, una incomprensión del adulto, una incapacidad de encontrar las palabras para que se de cuenta que no es así. Una tensión que se relajaba con el juego o el afecto de una u otro. La “fraternidad” con los compañeros de clase, los grandes amigos refugiados españoles, los vecinos, un abrazo, la mano sobre un hombro… eran el bálsamo que lo relajaba todo. Yo tenía buena salud.
Pero ¿qué les pasaba a los adultos? El profesor de historia venía de Francia para enseñarnos, como los de muchas otras  asignaturas. La mayoría de nosotros éramos autóctonos en una ciudad africana, colonizada por Francia. Pocos meses antes de entrar por primera vez en el colegio, a los cinco años, los ingleses y los americanos habían bombardeado la ciudad para echar a los alemanes que ocupaban hasta nuestra casa. Los nazis se marcharon y también los otros que, desde sus tanques, nos habían lanzados chocolates y bombones. Así que, dos años después de oír hablar de los valores de la república por este profesor, mis amigos musulmanes, autóctonos dominados,  se sublevaron contra la ocupación francesa.  El país entraba en una nueva guerra, la descolonización y la caída de los viejos imperios europeos empezaba. Comprendí que esta “libertad “que me era tan natural por ser protegido por unos adultos que no me ponían ningún obstáculo,  mis amigos musulmanes no la tenían. La fuerza, la valentía que sacaron día tras día, su rechazo a la dominación,  fue para mí el descubrimiento de la vida política. Nos descubrimos como sujetos políticos. Los debates empezaron, las ideas chocaron, la sed de argumentación desarrolló otras semillas: si los adultos no nos consideran como “iguales” ¿qué les está pasando? ¿Qué son estos valores de los que nos hablaba el profesor de historia unos años antes y que oímos ahora todos los días en los medios informativos? ¿Cómo el país de la revolución y de los derechos humanos ha podido ocupar, colonizar,  hacer la guerra, mandar parte de mi familia, francesa residente en Francia, a los campos de exterminio? ¿Qué había pasado a mis grandes amigos españoles para que tengan que exiliarse? ¿Quién era este gran poeta muerto en un barranco? ¿Por qué los adultos que gobiernan sitúan estos valores en el “horizonte” y nos piden seguir los “caminos” que conducen a ellos, cuando nosotros, los adolescentes, los tenemos ya y los manejamos en el cotidiano?
¿Acaso  los adultos no habían regado sus semillas y necesitaban de un guía que les enseñara con el  dedo “el horizonte de los valores”?  Los valores enunciados como horizonte, como camino que seguir, estas palabras vacías, permitían a los que las pronunciaban, conseguir fácilmente el consenso público porque los hombres no eran conscientes que lo que vibraba en ellos era el niño, el adolescente que quería seguir viviendo. Por eso, los adultos votaban para el guía que  defendía los valores de la democracia o la teocracia.
Los valores enunciados son las armas de las civilizaciones, democráticas o teocráticas. En el nombre de la defensa de  los valores, estas civilizaciones han ocupado territorios, dominado a otros humanos, matado. El niño nos enseña que de los valores no se habla, se vive.

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